Mediterráneo

Capítulo 1

En comparación con Nóvgorod, importante ciudad del norte ruso de historia milenaria, Konsk era un pueblo de apenas cinco mil habitantes, un rincón insignificante y sin rostro propio. Era uno más en la pléyade de pequeños poblados de la misma índole, esparcidos por el gran territorio de la provincia norteña. Konsk no se encontraba tan lejos de Nóvgorod, pero pertenecía a otro mundo habitable, un mundo gris e infortunado. A pesar de su apariencia caótica, tenía una iglesia y una calle principal, en la que se situaban los edificios más importantes: el ayuntamiento, el dispensario, la escuela y el centro comercial, en cuyo interior había una tienda de ropa, un restaurante y un mercado de productos comestibles, bajo el nombre «Primavera».

A pesar de la hora, porque eran ya casi las nueve de la noche, en la «Primavera» había cola. En la única caja del establecimiento estaba sentada Larisa, una mujer de unos cuarenta años, rubia y bien parecida. Se sentía agotada. Hoy le tocó el turno doble, y ¿quién podría soportar catorce horas trabajando en una caja? Pero ¿qué iba hacer? Necesitaba dinero. La semana anterior, por la tienda pasó su amiga Zinaída ─más conocida por su apodo de Zinka─ para decirle que estaban vendiendo a buen precio billetes para un viaje a Turquía, a una playa, y le propuso aprovechar la oportunidad e ir juntas de vacaciones. Larisa le contestó a su amiga que estaba loca; ¿de dónde iban a sacar tanto dinero? Barato o no, para ella pagar un viaje al extranjero representaba un dineral. El sueldo le alcanzaba apenas para comer y pagar los servicios comunales. Bobadas, dijo Zinka, el problema se resolvía pidiendo un préstamo bancario, que se pagaría poco a poco. Ya había averiguado que en seis meses se verían libres de deudas. Con muchas dudas, Larisa aceptó la proposición de su amiga, y ahora su estado de ánimo oscilaba entre el arrepentimiento y la expectación.

De pronto, frente a ella surgió la figura de Zinka, con una modesta compra en la cesta: un paquete de coditos, una lata de puré de tomate y un pan.

─¿Todavía estás aquí?

─Qué remedio… ─respondió Larisa con voz cansada─. Tengo que ganar algo extra para el viaje. Estoy trabajando desde las ocho. La suerte es que Boris me mandó a trabajar un rato en el almacén. Él mismo cogió mi puesto en la caja. Es que esta silla me mata; cojo un dolor de espalda…

─El dolor se te va a quitar en la playa, tumbada en la arena y tomando el sol. ¡Qué ganas tengo de sentarme ya en el avión! Apenas aguanto la espera.

─¡Oigan! ─se oyó de pronto una voz irritada desde la cola. ¡Terminen el debate, por favor! ¡Qué manera de conversar en la caja!

─No te pongas así, querida, ya terminamos; ten un poco de paciencia ─contestó Zinka a la protestona y metió la compra en una bolsa. Después, dirigiéndose a Larisa, añadió─: Mañana nos vemos, pasaré por tu casa.

Por suerte, al día siguiente le tocó trabajar menos, hasta las cuatro de la tarde. Ataviada con un viejo pantalón deportivo y una camiseta, estaba pasando la aspiradora cuando sonó el timbre de la puerta. Larisa apagó el equipo y fue a abrir. En el umbral estaba su amiga, con una sonrisa de oreja a oreja. En una mano llevaba un sobre grande.

─¡Ya los tengo! Con el seguro y todo. ─Después cambió de expresión y preguntó con voz preocupada─: ¿Le pediste las vacaciones a tu jefe?

─Claro, fue lo primero que hice.

Una vez dentro del salón, Zinka se sentó en una butaca, cruzó las piernas y se echó para atrás.

─Deja esa mierda ─dijo─, terminas después, cuando me vaya. Vamos a planificar el viaje.

Larisa, que nunca había ido al extranjero, de pronto se acordó de las formalidades que le parecía debían hacerse:

─¡Yo no tengo pasaporte para salir del país!

─En la oficina de la policía te lo hacen en tres días. Necesitas dos fotos.

─¿Y las visas? ¡No las hemos sacado!

─Cariño, bájate de la luna. Hace años que los turcos suprimieron las visas a los rusos. ─Y con expresión juguetona le dio su propia explicación al fenómeno─: Es que nosotras, las mujeres rusas, les gustamos mucho a los turcos, y ellos no quieren poner trabas a nuestros viajes, ¡ja, ja, ja! Se vuelven locos cuando nos ven. Bueno, ya lo verás tú misma.

Larisa la escuchaba con dudas. En su pueblo vivía alguna gente del Cáucaso, y aquellos hombres, morenos y fogosos de temperamento, tenían fama de atrevidos e insolentes en su trato con las mujeres de origen eslavo, a las que consideraban ligeras de cascos; se metían con cualquier rubia que le pasara por el lado.

─Tú sabes que yo no ando con los culinegros.

Así, con ese sabor local, los lugareños llamaban a todos aquellos que venían de las repúblicas del sur de la ex Unión Soviética. A esa categoría pertenecían los hombres del Cáucaso y del Asia Central. En los años noventa, cuando la vida en aquellos lugares se hizo insoportable, los refugiados empezaron a invadir el gran territorio ruso, y alcanzaron, incluso, el norte del país, tan alejado de los conflictos bélicos. La gente huía de la guerra en Chechenia, del desempleo en los territorios transcaucásicos y, sobre todo, de la extrema pobreza en los nuevos estados del Asia Central. Venía en busca de trabajo y de paz. Porque en Rusia, a pesar de los grandísimos problemas, había trabajo. Muchas veces trabajo mal pagado, trabajo pesado o ilegal, pero en definitiva, un empleo por el que se recibía un jornal.

Hacía tiempo que la guerra en el Cáucaso había terminado, pero los chechenos se quedaron; ya habían echado raíces en las nuevas tierras. Muchos de ellos tenían negocios propios, como tiendas o gasolineras; algunas empresas servían de tapadera para la venta de drogas. La mafia chechena había expandido sus tentáculos hasta los poblados más pequeños del norte. Había mujeres que se enredaban con los extraños, sobre todo si esos tenían dinero. Pero el norte, muy arraigado en sus costumbres, tenía normas muy estrictas. Las que andaban con los culinegros cogían mala fama. Y la fama es algo muy difícil de borrar.

Zinka no era ninguna tonta y también conocía las leyes no escritas. Aunque tenía su opinión al respecto:

─Boba, allí nadie te verá. Y los turcos no son como los chechenos. También son musulmanes, es verdad, pero son muy amables con las turistas rusas. Las llaman Natashas. Allí todas las rusas son Natashas. Cuando vas por la calle, a cada rato oyes que te llaman así. Y en las tiendas, igual, ¡je, je! Y sabes, lo mejor que tienen los turcos, a diferencia de los rusos, es que no beben alcohol. El Corán lo prohíbe.

Que la población masculina de su país estaba infectada, en su gran parte, por el alcoholismo, en eso Larisa coincidía plenamente con su amiga. Tenía experiencias amargas al respecto. Sergey, su último boyfriend, por llamarlo de algún modo, además de que la palabrita estaba de moda, siempre andaba bebido. A veces le daba asco meterlo en su cama, pero cuando estaba sobrio no la visitaba, se quedaba con su mujer en casa, el muy cabrón. «¡Maldito sea! ―pensó con amargura―. Me ha desgraciado la vida con tantas promesas sin cumplir. Y yo, como una estúpida, esperándolo diez años… ¡Tanto tiempo perdido! Y sí, como dice Zinka, hay que disfrutar la vida. Ya tengo los cuarenta cumplidos, ¿y qué? No he visto nada, no he estado en ninguna parte y tampoco he logrado formar una familia. Así que no voy a ser tonta y aprovecharé la oportunidad».

─Con la ropa que tengo ─dijo al fin─ no creo que sea capaz de impresionar a ningún turco. Asómate a mi armario: me da asco.

─No te preocupes, allí nos compraremos algo. En los mercadillos venden muchísimas cosas baratas. Y no seas  tan modesta, con lo guapa que eres. Ojalá tuviera yo tu cuerpo, pareces una muchacha.

─A diferencia de ti, nunca he parido. Aunque a estas alturas preferiría ser gorda, pero tener un niño, como tú: estás divorciada, pero te ha quedado una hija. Tienes familia. Sin embargo, yo…

─Te vamos a buscar un turco bien guapo y a casarte con él. ─Zinka estalló de risa─. En serio, ¿quién sabe qué puede pasar en una semana?

 

Al llegar el día señalado, las dos mujeres, cada una con su maleta, se presentaron en Púlkovo, el aeropuerto internacional de San Petersburgo. Casi no habían dormido, pues tenían que tomar el avión temprano por la mañana. Atrás quedó un viaje largo y agotador: cuatro horas en la carretera en un incómodo autobús. Y la suerte fue que el tío de Zinka las acercó en su coche hasta Nóvgorod, donde tomaron aquel viejo artefacto con asientos duros.

Era la primera vez que Larisa estaba en Púlkovo. Y se sentía impresionada. Según los comentarios oídos años atrás, la terminal debería ser pequeña y vieja, pero la realidad era otra. El vehículo se detuvo frente a un edificio enorme, con paredes acristaladas y techo muy moderno. Larisa se sintió pequeña e insignificante, pero a la vez muy excitada. Era la primera ocasión en su vida que iba a entrar en un aeropuerto tan grande para tomar un vuelo internacional. Al mismo tiempo sentía pena por no poder salir a la ciudad; llevaba años sin visitar San Petersburgo y, claro, le habría gustado dar una vuelta por sus bellas calles, entrar en sus lujosos centros comerciales y sentir el pulso de la urbe. Pero sabía que eso sería imposible por falta de tiempo.

Al poco rato facturaron el equipaje y pasaron los controles. Las dos estaban hambrientas tras el largo viaje. La suerte fue que llevaban unos bocadillos, de otra manera se hubieran quedado sin comer: los precios en las lujosas cafeterías y restaurantes eran tan altos que mordían. Para acortar el tiempo de espera, Larisa y Zinka decidieron dar una vuelta por los grandes salones de la terminal. A Larisa le daba miedo entrar en las tiendas de marca, creía que las dependientas enseguida descubrirían su insolvencia; pero su amiga tenía otros criterios y poca vergüenza, por eso no se perdía ni un solo establecimiento que vendiera algo. No compraron nada, pero Zinka se divirtió mirando ropas, zapatos y carísimas carteras.

Al fin, las llamaron a embarcar. El interior del avión también impresionó a Larisa, que nunca había puesto un pie en ninguno parecido. El espacioso salón, las cómodas butacas, las azafatas con sus trajes elegantes, todo aquello era tan bonito y diferente que ella pensó que valía la pena endeudarse para vivir un momento tan especial. Y solo era el comienzo de la aventura.