ALEJANDRO F. AGUILAR (Camagüey, Cuba. 1958) Escritor, profesor universitario y editor. Licenciado en Pedagogía Superior en Historia y Ciencias Sociales (Universidad de La Habana, Cuba, 1980) y Master en Artes, en Lengua Española y Literatura Hispanoamericana (Universidad Temple de Filadelfia, Estados Unidos, 2009). Ha publicado los poemarios Tregua (Cuba, 2019) y Tesituras (Venezuela, 1994); los libros de cuento Paisaje de arcilla (Cuba, 1997) y Figuras tendidas (2000); así como las novelas La desobediencia (Puerto Rico, 2004), Casa de cambio (EE.UU, 2005), Fijar la mirada (República Dominicana, 2009), El cliente tatuado (Chile, 2013) y Ojos de niño (República Dominicana y Chile, 2016). En 2016 publicó en Cuba el libro de ensayos Boán, la danza. Actualmente reside en República Dominicana, donde es editor jefe de AULA Revista de Humanidades y Ciencias Sociales. Conversamos con él, con motivo de la publicación en Ilíada Ediciones de una nueva edición de su novela Casa de cambio.
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Si tuvieras que explicar a tus potenciales lectores qué van a encontrar en tu libro, ¿qué les dirías?
Casa de cambio fue mi opera prima en novela, y eso le concede una frescura, a la vez que evidencia la osadía de tratar un tema complejo para comenzar. Casa de cambio habla de un momento excepcional de la historia, abordado a escala humana, a través de un personaje colocado en una encrucijada decisiva de su vida. Se construye en todos los niveles, tanto en el terreno profesional, en la confrontación entre su sistema de pensamiento y la realidad, en el amor y en el sexo; como en la vertiginosa aventura en la que se ve envuelto para sobrevivir. Los críticos, Amir Valle entre ellos, la clasifican como una novela de tesis; yo la llamo «novela del descreer», proceso en el que las vivencias desmontan supuestas convicciones, verdades aprendidas como absolutas. Creo que es también una oportunidad para lectores de diversas generaciones, de mirar lo ocurrido unos 30 años atrás, y tener a mano algunos referentes para entender parte de lo que se vive hoy, no solo en Europa.
Quienes te conocen, saben que fuiste diplomático y en esta obra el personaje parece ser el Alejandro Aguilar que estuvo en Budapest, Hungría en los momentos en que se comenzó a venir abajo el socialismo en Europa del Este… ¿Dónde están los límites que definirían la vida real de Aguilar y la vida ficcionada del ingeniero Antonio?
No fui exactamente diplomático. Trabajé durante ocho años en las relaciones internacionales a nivel juvenil; aunque obviamente, en Cuba lo no-gubernamental está muy atado a lo gubernamental. Los últimos seis los pasé como representante en una organización juvenil internacional, desde la que recorrí decenas de países de todos los continentes, conocí culturas, conflictos, maravillas y horrores. La sede de la organización estaba en Budapest; y también visitaba otras capitales del bloque comunista, lo que me permitió ser testigo directo del derrumbe del Este. La interacción con esa realidad histórica concreta determinó un cambio profundo en mis percepciones; un desmontaje de mi visión como joven que había crecido y vivido en los principios y fundamentos teóricos del sistema socialista. Es el descreer que mencioné antes.
Ahora bien, para responder tu pregunta sobre los límites entre el Alejandro-ser real y Antonio-personaje, acudo a Barthes cuando dice que «la escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe». Sin embargo, no podría negar que en esta como en otras novelas se puede sospechar de esa cercanía autor-personaje, la búsqueda de la justificación de mis actos ante mi conciencia, la necesidad de auto-análisis, la confesión de mi renovada voluntad, la explicación de mis móviles. Eso ha estado y está casi siempre en mis textos, la pulsión del autoconocimiento; la necesidad de comprender mis circunstancias.
En el trasfondo de la novela se mueve una profunda desilusión personal sobre las utopías. Has dicho que conocer a la bailarina, profesora y coreógrafa Marianela Boán te permitió salir de un agujero existencial al que habías caído en esos años (finales de los ochentas e inicios de la década del 90), pero una de las lecturas posibles de Casa de cambio también apunta a una especie de exorcismo personal sobre esa caída existencial… ¿Te animarías a profundizar en ambos episodios: la salvación a través del amor y esa otra salvación a través de la literatura?
En 1992 regreso a Cuba. En breve tiempo renuncio a mi trabajo internacional, rompo todo vínculo político, me divorcio y me voy a vivir a la calle. Duermo donde me sorprenda la noche, casi siempre en un sofá solidario. No tengo amigos, he roto mi familia y no hay ya un lugar para mí en el país donde nací, ni medios para emigrar. El régimen me aplica la muerte social; es decir, todos mis amigos y colegas de los últimos años me niegan el saludo. Sin embargo, en unas semanas aparece una posibilidad de trabajar y justo en medio de los trámites conozco a Marianela. En breve comenzamos una relación intensa, me incorpora como representante de su compañía cuasi independiente de danza contemporánea, «DanzAbierta», y en un momento me veo haciendo diseño de iluminación, relaciones públicas, producción… de todo, menos bailar, claro. Alguna vez en mi vida yo había estudiado artes plásticas, hice teatro y escribí poesía y prosa de modo aun ingenuo. Ella se dedicó a estimular mi sensibilidad artística, me actualizó sobre lo que había pasado en el arte en Cuba en los 80 mientras yo estaba afuera; de ponerme en contacto con los artistas que a inicios de los 90 aun no habían abandonado el país. Reina María Rodríguez, Abilio Estévez, Antonio José Ponte fueron mis primeros «mentores» en poesía. Pronto entro a la prosa y mi mundo de amigos lo conforman los asiduos de la Azotea de Reina, incluyendo a Rolando Sanchez Mejía y los integrantes de Diáspora, que para entonces ya se están despidiendo, y a todo el que pasa por allí. En otros ámbitos, gente de los 80 y de los novísimos que confluyen aquí y allá. Como ves, voy rearmando mi vida con nuevas piezas y reconvirtiéndome, recuperando mi verdadero yo, cultivando amigos… Me salvé en realidad; pero aun tendría algunas batallas por delante, sobre todo, con la censura, que te marca ante el régimen y te convierte en objetivo de sus «amables» atenciones.
En procesos como los que cuentas, obligatoriamente existe un contrapunteo personal crítico entre realidades (en este caso, la realidad desmoronada en Europa y la galopante depauperación de la realidad nacional de tu país). ¿En qué sentido tu percepción de Cuba y del sistema social cubano se vio afectado?
¡Totalmente! El joven iluso pero ya con dudas que llegó a Budapest no sobrevivió ante las evidencias que puso ante sus ojos la Europa del Este y el desempeño de sus representantes en los organismos internacionales. Al inicio fue un proceso lento. Luego, cuando sale a la luz la crisis del Este, todo se aceleró. Y vino la Plaza de Tiananmén, el Muro de Berlín, el fusilamiento del General Ochoa… Yo estaba en la Plaza Wenceslao en Praga el día que cayó el gobierno checoslovaco… En 1992 el Alejandro que regresó a La Habana era un hombre que ya no podía creer en la doctrina que lo había moldeado desde niño, aunque aun tenía conflictos éticos que le impedían romper y pasar a una oposición abierta al régimen. Así que corté discretamente toda ligadura; y luego fui hallando en la literatura los canales para expresar mis dudas, mis críticas y, eventualmente, mi oposición. De ahí la censura que se hizo presente desde Paisaje de arcilla, mi primera publicación.
Es curioso que no siendo en puridad un «hombre de letras» (aunque estudiaras historia y artes plásticas») terminaras convirtiéndote en uno de los llamados «escritores puentes» entre las promociones de los 80 y los conocidos como «Novísimos» cubanos, dentro de los cuales finalmente se te inscribió. ¿Cómo se produjo ese «nacimiento» a la literatura y, es obvio preguntarlo, quiénes te acompañaron en esos primeros pasos?
No sé a qué te refieres cuando dices «no siendo en puridad un «hombre de letras»». En todo caso, la pureza para mí es estéril, y no se aplica para lo que considero ser un escritor. No me interesan los escritores de «puro» taller, sin vida propia, sin nada que decir. Tampoco he podido dedicar mi vida únicamente a escribir, si es a lo que te refieres. No podría enumerar todos los trabajos que he debido hacer, sobre todo en Estados Unidos, para sostenerme y sostener mi literatura.
Si a formación te refieres, mis estudios fueron de Historia y Ciencias Sociales con posgrados en Filosofía y en Relaciones Internacionales; y después de muchos años hice una maestría en Filadelfia en lengua española y literatura hispanoamericana… Lo que sí me parece interesante, y de ello me doy cuenta ahora que respondo a tu pregunta es que, cuando comienzo a escribir con dedicación y disciplina y me decido a presentar mis textos a concurso, debuto con dos premios en libros de cuento, el Pinos Nuevos y el Manuel Cofiño del cuento erótico; y en ambos Amir fue miembro del jurado, junto a otros escritores de diversas generaciones como Julio Travieso, Alberto Garrido y el poeta Jesús David Curbelo.
Aclarado esto, un intento de respuesta a tu pregunta podría ser: ese nacimiento a la literatura se dio porque si no escribía, estallaba. Había en mí, tantas vivencias y tantas lecturas deslumbrantes (leí «Hambre», de Knut Hamsun a los 9 o 10 años y me fascinó. Cuando regresé a Cuba en el 92 mis lecturas eran Thomas Bernhard y Malcom Lowry, aunque Raymond Carver, Italo Calvino y Milán Kundera eran mis maestros reconocidos debido a los temas que me interesaba abordar…). Pero sí, puede que «en puridad» tengas razón. No fui un ratón de biblioteca; en mi escritura lo más visible no es mi bagaje cultural, no soy de andar citando clásicos ni famosos sino casi siempre creo a partir de las vivencias que he tenido, de rebelarme contra lo que no me gusta de la realidad. Y eso, en algo conectó a nivel formal lo que escribía con lo que hacían los novísimos en los terribles y hermosos 90. Siempre agradeceré a Salvador Redonet haberme leído, y que de inmediato incluyera mi nombre en lo que el consideraba como «los novísimos cubanos», junto a tantos escritores afines, y buenos amigos muchos de ellos.
Cuba, lo cubano… ¿qué resonancias tiene hoy para alguien como tú que ha hecho ya buena parte de su vida fuera de la isla, si contamos tus estancias en Hungría, Estados Unidos y actualmente en República Dominicana?
Soy cubano en mis esencias y eso no me lo quita nada ni nadie; ni puedo ni quiero renunciar a ello. Es un hecho; no hay falso orgullo ni sentido de excepcionalidad en ello. Llevo en mis genes la información que me tocó y me determinó; la que aprendí y aprendo aun más ahora (con «ahora» me refiero a casi 20 años) en los que, en libertad, he accedido a las zonas prohibidas de la cultura cubana en las que brilla el arte por su valor, sin los recortes de la censura, sin prohibiciones ni desapariciones Brezhnevianas; sin manipulaciones que pretendan monopolizar los valores y atribuirlos al llamado período revolucionario. Tal vez a esa sensación de liberación haya contribuido mi educación en el hogar, patriota pero no nacionalista; o el haber vivido como un nómada, en total desapego; pero no soy de los que llora cada noche por el país (alguna que otra vez, ocurre), ni estoy dispuesto a aceptar que los gobernantes lo usen como chantaje contra quienes no vivimos en la isla. Allí nací, allí murieron mis padres y un hermano. Allí me queda un puñado de amigos. Lo demás, mi cultura y todo lo rescatable, lo llevo por dentro. No hay mucho más que decir.
El escritor cubano Amir Valle (casualmente Director de Ilíada Ediciones, es decir, tu editor en esta nueva edición de Casa de Cambio) te cataloga como una de las «raras avis» de la narrativa cubana de las últimas tres décadas y recientemente, en una de sus conferencias universitarias dijo, y citamos, «la obra novelística y cuentística de Alejandro Aguilar es una interesante introspección biográfica a sus experiencias humanas; una larga biografía contada en capítulos». ¿Qué piensas al respecto?
Cuando escribo lo hago a partir de un sentimiento casi primitivo: necesito compartir lo que me hace feliz; lo que me llena de coraje y rabia, lo que me permite crecer; pero sobre todo, lo que me ayuda a conocer un poco de lo que somos y el sentido de todo eso que es en definitiva «la vida». No creo que pueda escribir ciencia ficción aunque muchas veces trato de anticipar el futuro en la escala de unos meses, digamos. No me gusta la fantasía sin relación con lo posible. Escribo de la experiencia humana, del individuo frente a la manipulación del poder; escribo del amor; de las cosas que me son sabidas o de las preguntas con las que intento conocer nuevas zonas del existir, de lo que siento, sufro o disfruto. Por suerte, he andado mucho camino y eso me permite hablar de cosas distintas, que pueden ser interesantes por lo extraordinarias. Ciertamente, mis novelas podrían trazar la ruta de mi recorrido por la vida en el último cuarto de siglo. Respeto lo que digan los críticos, y si hay alguien que conoce casi todo lo que he escrito es Amir, que ha estado ahí como amigo y colega en las buenas y en las malas, desde la censura de mi Paisaje de arcilla, que pude denunciar gracias a su complicidad. «Rara avis», o «defensor de la faceta europea de nuestra cultura», como alguna vez escribió el pintor e intelectual cubano Ramón Alejandro… esas son impresiones o análisis de quienes nos leen. Y qué bueno que nos lean, porque como dije al inicio de esta larga respuesta, eso nos permite compartir y buscar juntos el sentido del todo.
Casa de cambio fue tu primera novela publicada… Desde entonces has publicado varias… ¿En qué proyecto trabajas actualmente?
«Casa de cambio» fue mi primera novela escrita, pero «La desobediencia» (que tal vez vea una segunda edición pronto…), se publicó antes, en Puerto Rico. Luego salió «Casa…» en New Hampshire. Después vinieron «El cliente tatuado» (en Chile), «Fijar la mirada» (en República Dominicana) y «Ojos de niño» (Chile-RD). Entre unas y otras hubo algo de ensayo y cada vez más poesía. De hecho, Alfredo Zaldívar publicó en Ediciones Matanzas en el 2019, «Tregua», un libro que recorre a grandes trancos, momentos de mi poesía desde inicios de los 90 hasta hoy. También espero ver pronto, en EU, una selección de mis poemas publicados en inglés, con traducción del amigo y gran poeta Forrest Gander, recién reconocido en el 2019 con el Pullitzer de poesía.
Ahora estoy rumiando una novela que es algo más abarcador, con un aire más reflexivo, sin desmedro de la acción y las incursiones a situaciones extraordinarias; pero abarcando el intenso vivir de un hombre adulto que ahora enfrenta lo que podrían ser sus horas finales y mira cara a cara a la muerte; un hombre que es a su vez una generación como la nuestra, una generación analógica, épica, frente a un mundo digital, ahistórico, con todo lo que implica el cambio de las reglas del juego, en la manera de relacionarse la gente, de desplazarse los valores, de vivir con un sentido. No es un canto amargo ni, por el contrario, una alabanza a los tiempos que corren; sino otra indagación. Lo novedoso está en el método de construcción del relato, que esta vez es muy diferente a lo que acostumbro hacer; lo interesante, en las situaciones poco comunes que debe enfrentar a lo largo de su vida.
Agradezco a Iliada Ediciones, y en especial a ese gran ser humano, escritor, crítico y editor que es Amir Valle, por la publicación y por facilitar la entrevista. Agradezco siempre a los lectores por aceptar este acercamiento, antes o después de leer la novela.
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