Lidia Señarís Cejas es periodista, editora, diseñadora gráfica editorial y consultora en comunicación, oficios que ha ejercido en Cuba, México, Estados Unidos, Chile y en España, donde fundó y dirige la agencia LScomunicación, con sede en Madrid. Ha publicado en España en las dos últimas décadas numerosos libros sobre el universo de la Comunicación, los Derechos Humanos y la deslegitimación social del terrorismo. Es además editora jefa de las revistas españolas Andalupaz (desde 2007) y Construyendo Sociedad (desde 2016). Colabora con diversas colecciones de no ficción de la prestigiosa editorial Anaya, como correctora de estilo y traductora. En 2001 ganó el Premio Internacional de Poesía Julio Tovar, por su cuaderno Sin isla, publicado en Santa Cruz de Tenerife en 2002. En una calle sin mar es su segundo libro de poesía y a raiz de la reciente publicación de este poemario conversamos con ella.
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Si tuviera que explicar a un potencial lector qué va a encontrar en su poemario En una calle sin mar, ¿qué le diría?
Que encontrará el regocijo de vivir, la alegría y también el dolor, pues son dos caras inseparables de este oficio de respirar; incluso algo de ironía y un leve sentido del humor, momentos de reflexión, y muchas historias de ida y vuelta, de esas metáforas andantes que somos, sin excepción alguna, todos los seres humanos. Y quizás hallará justamente lo que busque, lo que lleve dentro, pues ahí radica precisamente la belleza polisémica de la poesía.
En un sentido más concreto, encontrará 45 poemas de verso libre estructurados en tres cuadernos, encabezados siempre por un soneto que no solo titula, sino también marca la pauta y el tono de cada uno. El primero, «Donde La Habana no está» es un fresco sobre Cuba, pero también sobre el destino de algunas utopías, un destilado, por decirlo así, de vivencias y caminos. Los otros dos cuadernillos son mucho más universales: «Sinalefas te doy», dedicado plenamente al sentimiento del amor en muchas de sus facetas, y «Dos calles más allá», una suerte de crisol de escenas (desde un amanecer en el Mediterráneo hasta una tarde en pueblo dormido en la montaña andaluza o una mirada a la Asturias de mis raíces), en fin, miradas diversas sobre la travesía vital que vamos armando con cada uno de nuestros pasos.
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Escribir poesía en una isla de inmensos y muy singulares poetas como Cuba, ¿hasta qué punto es un desafío?
Es un desafío enorme, prácticamente una falta de respeto, o al menos, un grandísimo atrevimiento. No solo en poesía, también en novela, en testimonio, ensayo, dramaturgia, en todos los géneros literarios (y en el arte en general), esa pequeña isla ha dado —y sigue dando— talentos inconmensurables. De hecho, si me pusiera a mencionar grandes poetas, pasados y actuales, apenas tendría para cuándo acabar. Por suerte, en mi caso, no escribo para competir, ni siquiera para dejar una mínima huella. Escribo para comunicar, para encontrarme en los demás, para hallar respuestas o por lo menos nuevas preguntas, y a veces simplemente porque no puedo evitarlo. Es mi forma de lidiar con la realidad, que en ocasiones nos juega malas e inesperadas pasadas.
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Alguien que no suele conceder elogios, y menos cuando de poesía se trata, como el poeta Manuel Vázquez Portal, decidió escribir unas palabras introductorias (por cierto, muy elogiosas) sobre En una calle sin mar. ¿Qué vínculos ha tenido Lidia Señarís con el universo de la creación literaria, más allá de la amistad que Usted no esconde con importantes nombres de las letras cubanas de su generación?
¿Y por qué iba a esconder esa amistad? Al contrario, la amistad es siempre motivo de transparencia, afecto y orgullo y únicamente se logra cuando somos capaces de apearnos de nuestros egos particulares, reírnos de nosotros mismos y aprender a querer y admirar, de verdad, a los demás. Por ejemplo, este libro se ha publicado de la mano de dos grandes amigos, mi admirado poeta Manuel Vázquez Portal, alguien con quien —a mis 19 años y sus 34— intercambiaba versos en los posavasos del salón de té de la Unión de Periodistas, en el vedado habanero. Él dice ahora que eran malos versos. Los míos, tal vez. Pero los de él eran excelentes. En todos estos años no he leído un solo verso «malo» de Vázquez Portal. Y sé que él jamás prologaría un libro en el que no creyera. Por su parte, el director de Ilíada Ediciones, Amir Valle, además de un escritor admirable, es como un hermano, desde que fuéramos compañeros de estudios y flaquencias quijotescas en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana.
Hoy día, al menos en España, no hace falta tener un solo amigo para publicar ni siquiera el libro más infame. Hasta editoriales de renombre han creado sellos específicos para la llamada «autoedición». Por una relativamente módica suma, al alcance de cualquier profesional, cualquiera publica un libro, incluso con el respaldo comercial y de distribución de editoriales grandes. Publicar en Ilíada, sin embargo, es otra cosa. Es, ante todo, un honor, porque la editorial está haciendo un trabajo concienzudo de puesta en valor de la obra de escritores residentes en Cuba, con menos opciones editoriales, a la vez que traza, paso a paso, una geografía literaria de toda Hispanoamérica y de esa hermosa lengua que compartimos. Constituye también un privilegio porque la honestidad intelectual y humana de Amir Valle le impide publicar algo que no considere literariamente válido.
En cuanto a mis vínculos con la creación literaria, ahí están mis libros sobre derechos humanos, deslegitimación del terrorismo, el universo de la comunicación, historias sobre ciencia y tecnología y otros muchos publicados en España en los últimos 20 años. Todos ellos se pueden ubicar dentro del género del llamado periodismo literario y algunos más cerca de los ensayos históricos. También las dos revistas que edito, Andalupaz y Construyendo Sociedad, de temas no precisamente literarios, sino sociales y académicos, demandan un esfuerzo importante en materia de edición. Y mi colaboración, muy intensa en los últimos años, como correctora de estilo y traductora para la prestigiosa editorial Anaya. En materia de poesía, he ganado, con el cuaderno Sin Isla, el Premio Internacional Julio Tovar, que se organiza en España y que en otras dos ocasiones (con años de diferencia) premió a otros dos poetas cubanos que admiro, como José Kozer y Ramón Fernández Larrea.
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Hace unos años, el escritor Amir Valle dijo “pertenezco a una generación de vidas partidas”, refiriéndose a escritores o periodistas que, cumplida la veintena o la treintena se vieron forzados al exilio y al reto de rehacerse en la diáspora. Esto es algo que se siente en muchos poemas de este libro. ¿Cómo fue esa vida partida en su caso?
Es muy difícil resumir el periplo vital propio. Creo que donde único lo logro es en mi poesía. Soy periodista, oficio que he ejercido desde los 21 años. Me eduqué en la utopía, creí en ella, me entregué a ella. Eso también está en mis versos. Pero ya desde la universidad empecé a chocar con la tozuda realidad, muy diferente a los discursos. Y comencé a darme cuenta de que, parafraseando aquel título de Milan Kundera, «la vida estaba en otra parte». A pesar de ello, en esos años tuve oportunidades de empezar de cero en otro sitio que no aproveché: un curso que impartí, por invitación de los anfitriones, en un periódico del norte de México en 1994; un intercambio académico en la Universidad de Carolina del Norte, Estados Unidos, en 1995, tras ser elegida por un panel de académicos norteamericanos. Por un lado, conservaba un cierto sentido de pertenencia, una cada vez más pálida ilusión de poder cambiar las cosas desde adentro. Por el otro, había lealtades personales que me ataban a la isla, a mi compañero de entonces. Y decidí honrarlas, a costa de renuncias varias. Pero las renuncias profundas son un muy mal síntoma para cualquier relación amorosa, sobre todo si no se tienen proyectos vitales comunes. Eso lo sé hoy.
A finales de 1996 fui enviada a Santiago de Chile, como la corresponsal en ese momento más joven de Prensa Latina, donde había trabajado en la redacción de Ciencia y Tecnología. Allí viví experiencias definitivas que me terminaron de abrir los ojos de par en par, relacionadas con la doble moral de los diplomáticos y funcionarios cubanos y con hechos demasiado complejos de contar en pocas líneas. En fin, a mediados de 1999 solicité regresar a La Habana, ya convencida de buscar una salida profesional y humana lejos de Cuba. Pero quería hacerlo bien. Por eso regresé. No quería optar por la salida más fácil, que era «quedarme» en Chile con el apoyo de buenas amigas y colegas, pues eso podría usarse como excusa para no enviar al extranjero a ningún otro periodista joven de PL. Y también quería terminar mi relación de pareja de frente y por derecho. Y luego, irme en paz, a donde pudiera. Tenía la obsesión de hacer las cosas bien. Una tontería, pues la gente siempre va a hablar y a juzgar lo que no conoce, hagas lo que hagas.
El epílogo: iba a irme a trabajar a un periódico de México, y en eso se cruzó en mi camino la posibilidad de una maestría en España, la tierra de mis abuelos, donde tenía familia y amigos. Y justo en medio de ese proceso, conocí a mi compañero madrileño de los últimos 21 años. Tuvimos que enfrentar prejuicios ajenos de todo tipo, ni siquiera mi madre me apoyó, pues ella no quería tenerme lejos. No ha sido un camino de rosas, fundé mi propia pequeña agencia de comunicación y productos editoriales, cursé ni sé ya cuántos másteres y talleres de todo tipo, no he dejado de trabajar duro ni un solo día en España. Pero me he encontrado a mí misma, me he demostrado mi propia fuerza y, de paso, he encontrado un amor capaz de inspirar poemas.
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Hay una isla fantasmal que gravita en casi todos los poemas de este libro. Una Cuba propia que Usted defiende con una tozudez sentimental entrañable. ¿Qué Cuba quiere compartir con el lector aquí, En una calle sin mar?
Una Cuba que amamos, estemos donde estemos, incluso aunque sea un acto enloquecedor vivir con un pie puesto en un país y otro en otro. Una Cuba inclusiva, diversa, plural, próspera, capaz de ilusionar y retener a sus jóvenes en vez de empujarlos al mar; una Cuba soberana, por cierto, personalmente no apoyo ningún tipo de proyecto injerencista de potencia extranjera alguna. Una Cuba donde la libertad personal no se sacrifique en aras de una supuesta justicia social que cada vez más brilla por su ausencia. Una Cuba realmente martiana, «con todos y para el bien de todos». Capaz de sacudirse algunas estructuras prácticamente feudales y otras de capitalismo monopolista de Estado (no hablo de socialismo, porque —en mi opinión personal— si algo no hay en Cuba actualmente es socialismo y mucho menos el más mínimo atisbo de socialdemocracia); un país capaz de adaptarse a las realidades del siglo XXI para encontrar su camino propio, con el concurso de ideas y proyectos de todos los colores. Una Cuba en que manifestarse pacíficamente en la calle no sea un crimen, penado con juicios absolutamente desprovistos de toda garantía legal. Una Cuba donde la dignidad no tenga que competir con la posibilidad de poner un plato de comida en la mesa.
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Pregunta gastada, pero siempre agradecida por los lectores. Se habla de una Lidia Señarís que se maneja como una maga entre varios proyectos a la vez, como periodista, como editora, como ciudadana preocupada cívicamente por la compleja sociedad en la que hoy se vive, en su caso, en España, sin perder la mirada a esa isla suya al otro lado del Atlántico. Pero… ¿qué sigue a En una calle sin mar?
Por lo pronto, junto con amigos actores y músicos españoles, prepararemos un espectáculo con los versos de En una calle sin mar y otros poemas míos; es un proyecto que me ilusiona mucho, porque siempre he amado el teatro. Tengo un libro repleto de sonetos clásicos en algún mueble de casa, que de vez en cuando engordo un poquito con catorce endecasílabos más, sin atreverme a desempolvarlo del todo. También una novela cien veces iniciada… Pero, seguramente, vendrá mucho periodismo. Posiblemente un podcast de poesía y otro relacionado con los testimonios de víctimas de muchos tipos de terrorismo. También diversos proyectos editoriales, trabajando calladamente, en la sombra, para apoyar a otros en el afán de que sus letras vean el sol. Y mucho amor, mesas compartidas, la mayor solidaridad posible con todo ser que se me cruce en el camino, y la permanente celebración del simple hecho de estar vivos.